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08 abril 2011

La batalla por la redención de los nombres


Nélida y Pilar descubrieron, más de 74 años después, que su tío José fue uno de los masacrados de la columna que se desplazó desde Riotinto a Sevilla, para liberar la ciudad de las garras de Queipo de Llano el 19 de julio de 1936. Un comentario casual de una amiga en una exposición fotográfica sobre la Guerra Civil en Madrid supuso el inicio de un periplo de incertidumbres y dificultades para recuperar los restos de su familiar. El mismo tortuoso recorrido por los senderos que transitan miles de familiares de víctimas del franquismo, que buscan a sus seres queridos por las cunetas y fosas comunes esparcidas por todo el país, para recuperar sus nombres.

Índice de apartados:

  1. La batalla por la redención de los nombres
  2. Las cifras de la represión
  3. Tras las huellas de los suyos
  4. La historia oculta y rescatada
  5. Sólo los perros esconden los huesos
  6. Rastreando el hálito de diecisiete flores
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La batalla por la redención de los nombres



“El día que estalló la guerra, tu tío Joselito salió con otros del pueblo a detener a Franco y lo mataron camino de Sevilla. Lo supimos porque, días después, nos llegó una nota de los cuarteles de Franco en la que agradecían la donación a la causa de su sello de oro y su reloj. Por más que pedimos que nos entregaran el cuerpo, nunca lo hicieron ni nos dijeron dónde estaba enterrado.”

Este breve relato por boca de su madre era todo lo que Pilar conocía acerca de la historia de su tío José Palma Pedrero, un minero de Mesa de los Pinos, pedanía de la localidad onubense de Minas de Riotinto. José formó parte de la columna minera que el 19 de julio de 1936 se dirigió a Sevilla para liberarla del yugo de las tropas de Franco.

La columna, compuesta por unos 400 ó 500 hombres, en su mayoría procedentes de la comarca minera de Sevilla y Huelva, tenía como objetivo irrumpir en la capital hispalense y someter a Queipo de Llano, el general franquista que pugnaba por dominar la ciudad.

Los mineros contaban con una escolta militar de 60 guardias civiles y 60 carabineros bajo las órdenes del comandante Gregorio Haro Lumbreras, un antirrepublicano destacado que, al frente de sus hombres, se adelantó a la columna con la excusa de despejar el camino. Tras llegar a Sevilla y ser recibido como un héroe libertador en Triana, corrió a presentarse ante Queipo de Llano y ponerse a su disposición.

Haro Lumbreras volvió después sobre sus pasos hasta La Pañoleta, el camino de entrada a Sevilla desde Huelva, para esperar a la columna y su veintena de camiones y vehículos cargados de dinamita. Los sorprendió mientras descendían por la Cuesta del Caracol. La tropa franquista abrió fuego contra aquel blanco fácil y voló parte de la carga de dinamita. En aquella emboscada murieron 25 mineros y otros 70 acabaron detenidos, de los cuales 68 fueron fusilados en distintos puntos de Sevilla, como escarnio público.

José Palma Pedrero manejaba el volante de uno de los camiones que saltó por los aires, el de matrícula SE-16991. Su cuerpo resultó carbonizado e irreconocible, de no ser por un carné que portaba consigo.

Bastantes años después de dichos sucesos, Nélida visitó a una amiga en Madrid y acudieron a contemplar una exposición de fotos famosas sobre la Guerra Civil. Recordó entonces la historia inconclusa de su tío y se preguntó en voz alta por su suerte. “Espero que no haya sido parte de la columna minera, porque a ellos sí que los hicieron polvo”, le contestó su amiga.

Una vez de vuelta en Nueva York, comentó lo sucedido a su prima Pilar, que introdujo en Google los apellidos de su madre. El buscador le devolvió como resultado la página 118 del libro La Justicia de Queipo, obra del historiador Francisco Espinosa Maestre, con una frase resaltada en negrita: “... José Palma Pedrero (Riotinto) carbonizado...”.

El dato, desconocido por ambas primas, animó a Pilar a profundizar en su búsqueda y llegó a un foro en el que, tras una consulta, le comunicaron que su tío José estaba enterrado en una de las fosas comunes del cementerio de San Fernando de Sevilla. Al día siguiente, el propio historiador Espinosa Maestre le envió un correo electrónico donde afirmaba que los restos de su tío se encontraban en el cementerio de Camas, población a la que pertenece La Pañoleta.

Espinosa Maestre puso a Pilar en contacto con Cecilio Gordillo, administrador de todoslosnombres.org, quien le informó de que el cementerio de Camas había cambiado su ubicación, a excepción de esa fosa común que hoy se encuentra bajo unas instalaciones de Educación Vial construidas hace poco. Además le facilitó las actas de levantamiento de los cadáveres de La Pañoleta y de enterramiento de los mineros.

Cecilio Gordillo relató, durante una larga charla en la bodega El Puente, que “al camión que conducía el tío de estas dos primas lo alcanzó un tiro que hizo estallar la dinamita y que lo reventó con sus ocupantes dentro. Es el único caso de aquella matanza que está bien documentado”.

Ambas primas, con la colaboración de todoslosnombres.org, comenzaron la gestión para la exhumación de la fosa común en la que descansan los restos de su tío. El primer paso fue contactar con el alcalde de Camas, la alcaldesa de Riotinto y el comisario para la Memoria Histórica de la Junta de Andalucía, Juan Gallo González. Ninguno de los alcaldes respondió a su solicitud, y el comisario les informó de que sólo los descendientes directos tienen derecho a pedir la exhumación, por lo que la única solución pasaba por contactar con las familias de los demás fallecidos.

El propósito de la lucha de Nélida y Pilar es exhumar los restos de los nueve mineros sepultados en la fosa común de Camas e identificar los de su tío, para darle sepultura y colocar una placa que lleve su nombre. Para ello, Nélida viajará a Camas el próximo 19 de julio a rendir homenaje a los desaparecidos, entre los que se encuentra su tío José.

Las cifras de la represión


En idéntica tesitura que Nélida y Pilar se encuentran decenas de miles de familias de toda Andalucía que no ahorran esfuerzos para desentrañar el lugar en que se encuentran enterrados los suyos. Según el informe sobre fosas comunes publicado a finales de 2010 por la Consejería de Justicia de Andalucía, en esta comunidad son 47.349 los represaliados por el franquismo que están desperdigados por 614 fosas.

Los datos aún no son definitivos, ya que en gran parte han sido obtenidos gracias al trabajo de asociaciones memorialistas, encarnado en informes que recogen información de archivos militares y civiles, ayuntamientos o testimonios orales.

Entre los colectivos de recuperación de la memoria histórica se incluye el portal web todoslosnombres.org. Cecilio Gordillo relata que la página “al principio estaba pensada para albergar una base de datos de 35.000 fusilados, pero la gente nos pedía que reflejara el nombre de las víctimas e incluyera también a desaparecidos, encarcelados, vejados, maltratados, torturados e incluso quienes fueron despedidos de sus trabajos”. Actualmente, tras abrirse a todas esas peticiones, todoslosnombres.org recoge información sobre 150.000 víctimas del franquismo de Andalucía, Extremadura y las antiguas colonias del Norte de África.

En la web también publican multitud de trabajos de factura propia. El más destacado hasta el momento es un mapa de fosas de las provincias de Huelva, Cádiz y Sevilla, elaborado desde marzo de 2009 gracias a la investigación de historiadores y a testimonios orales.

José María García Márquez, historiador especializado en la represión en Sevilla y Huelva, ha colaborado en el de la provincia hispalense. Opina que las cifras de la represión “las vamos a conocer más rigurosamente ahora”, al tiempo que apunta que “estaríamos hablando de unas 12.500 víctimas, casi 13.000 si contamos los muertos en prisión”. La mayoría de ellos, en torno a 10.000, ya tienen nombres. Ahora sólo falta saber en qué lugar se encuentran sus restos.

Tras las huellas de los suyos


El Castillo de las Guardas es una pequeña localidad de algo más de 1.600 habitantes, asentada en las puertas de la Sierra Norte de Sevilla. Tras el alzamiento militar del 18 de julio, los castilleros republicanos, aunados por su Ayuntamiento, comenzaron un breve período de sometimiento de las fuerzas militares presentes en el pueblo, encarnadas en un destacamento de la Guardia Civil.

Con la ayuda de la columna minera, se consiguió expulsar a los guardias, que sólo sufrieron una baja pero no fueron perseguidos. El 16 de agosto, la columna de Álvarez Rementería entró en El Castillo y obligó a buena parte de los vecinos a huir a la sierra. Según el informe de fosas de todoslosnombres.org, más de 100 castilleros murieron como víctimas de la represión franquista, entre agosto de 1936 y octubre de 1949.

La historia de la liberación y la caída de El Castillo sonaba añeja pero vívida, como las ascuas centelleantes de una candela que agoniza, en boca de los mayores que acudieron a las Jornadas de Memoria Histórica que se celebraron en octubre de 2010. José María García Márquez y Cecilio Gordillo relataron los acontecimientos acaecidos en aquellos días y el proceso de búsqueda de datos de desaparecidos a través de los registros civiles.

Santiago Fernández tiene 62 años. Reside en Osuna, aunque toda su familia paterna procede de El Castillo de las Guardas. Al fondo de la sala donde se celebraron las jornadas, pudo verse su pelo cano parapetado tras las cabezas de decenas de atentos asistentes. Santiago acudió al pueblo de sus mayores siguiendo la pista de sus dos tíos, Benito y Nicomedes Fernández Rubiano. “A mis dos tíos los fusilaron aquí, en esta zona. Mi madre, cuando quería hablar, lo hacía siempre de lo buenos que eran, y procuró que no tuviésemos rencor”, relata.

Santiago llegó a las jornadas de El Castillo a través de su trabajo previo indagando en el registro civil de Osuna, el que más información de la Guerra Civil conserva. “Todos los datos que yo tenía sobre la represión se los facilité a Fernando Romero, de todoslosnombres.org, pero en El Castillo no he hecho nada”, porque aquella mañana otoñal fue la primera vez que puso sus pies en el pueblo.

Tras exponer su testimonio, varios de los vecinos más longevos se levantaron y comenzaron a hablarle de sus tíos Benito y Nicomedes, mientras él agachaba la cabeza intentando esconder las lágrimas. Al concluir la charla, Santiago fue incapaz de disimular la ilusión reflejada en una gran sonrisa. “Me han prometido información muy buena e incluso algún familiar me ha dicho que sabe en qué lugar está enterrado mi tío Nicomedes”.

De igual manera, gracias a un estudio riguroso del Registro Civil de Sevilla realizado por el historiador Juan Ortiz Villalba, Juan José López, natural de El Madroño, pedanía de El Castillo, descubrió qué le ocurrió a su abuelo represaliado. Desde pequeño siempre supo que había muerto en la guerra. Se lo contaba su madre, que recordaba haber ido cuando apenas tenía cuatro años a visitar a su padre a la cárcel, “hasta que un día le dijeron que ya no estaba allí y ahí se acabó la historia”. Fue García Márquez quien le facilitó el número del sumario del consejo de guerra del Tribunal Militar que lo condenó a muerte.

A Francisco González Velázquez lo conocen en Santiponce, a escasos kilómetros al noroeste de Sevilla, como El Canelo, el apodo heredado de su padre. Francisco tenía sólo cinco años cuando quedó huérfano, aunque en sus palabras parece que el polvo del tiempo no ha enturbiado el recuerdo de aquellos días. “Mi padre no era de aquí, era de Valencina, así que nos echaron, y a los tres o cuatro días llegó un coche a mi casa y le dijeron: ‘Padre mío -que así lo llamaban-, vente con nosotros’”.

Tras varios días encarcelado, con la familia tratando de mediar para lograr indulgencia, lo fusilaron, como una venganza personal del jefe local de Falange, el 23 de agosto de 1937 en el cementerio de Castilleja de Guzmán. Su madre y sus hermanos supieron su paradero desde unos días después, gracias a “un primo que era basurero en Valencina y le dijo a mi madre: ‘No lo busques que está allí, que me han llamado y he cogido yo los tres cadáveres y los he echado allí’. Y ahí está enterrado”.

A Ana Granada Garzón de la Hera la mataron, según su hijo Miguel, porque “no quería nada con la Iglesia y no estaba casada”, y a la abuela de Manuel Domínguez, por ser “la mujer de un líder obrero que marchó a Madrid a luchar en el frente”. Conocieron su pérdida a través de su hermana mayor y su padre, respectivamente. Ambas formaban parte del grupo de 17 mujeres de Guillena fusiladas en 1937 en las tapias del cementerio del pueblo vecino de Gerena.

A raíz de la ola de represión que desencadenó la toma de Guillena por una columna al mando del brigada de la Guardia Civil Juan Ruiz Calderón, durante el otoño de 1937, diecinueve mujeres del pueblo fueron detenidas y posteriormente sacadas de la cárcel, paseadas públicamente con las cabezas rapadas y obligadas a asistir a misa. Unos cuantos días después, trasladaron a diecisiete de ellas a Gerena, donde fueron asesinadas alrededor de las diez de la mañana y arrojadas a una fosa común en el cementerio de San José.

Cuando Miguel tenía siete u ocho años, sus hermanos y sus tíos le contaron la historia del cura “que las mandó matar”, porque “tenía represalias con las mujeres que no estaban casadas por la Iglesia”. Fue el sacerdote quien se presentó en la cárcel donde estaban las detenidas y “a todas las que le pareció las mandó a Gerena para matarlas”. El mismo cura, años después, le dijo a su hermana mayor que lo llevara a bautizar, y le dio “siete gordas”. Todavía hoy se pregunta Miguel “qué buscaba con darle ese dinero a mi hermana si sabía que había matado a mi madre”.

Manuel se enteró del destino de su abuela por boca de su propio padre, “siempre con mucho cuidado y sin contarte todas las cosas”. Su padre nunca intentó hacer nada por ser “un hijo de la dictadura, y a ver quién se movía en esos tiempos”. Por eso, a los 16 años, Manuel entendió que “hay que hacer algo, porque veo que mi padre se va haciendo mayor y no puede hacer nada”. Con esa impotencia encima, decidió tomar el relevo, porque “esto no se puede quedar así, al menos que sepa que tuvo un padre y una madre”.

Todos tienen la certeza de que lo van a intentar, aunque la mayoría no sabe todavía cómo, pero están firmemente decididos a hacerlo. Una “carreta”, como afirma Santiago, a la que hay que “empujar desde la rueda, desde atrás o desde delante, de día o de noche”, resueltos a moverla “de todas, todas”.

La historia oculta y rescatada



Las principales fuentes para buscar represaliados de la Guerra Civil son los archivos militares de los consejos de guerra sumarísimos y las diligencias que se abrieron, el archivo penitenciario de la prisión de Sevilla y, en algunos casos, los archivos municipales. Pero siempre es un proceso muy complejo, porque deliberadamente se ocultó todo desde el mismo momento en el que se hacía.

En palabras de García Márquez, “a la inmensa mayoría de los represaliados no los inscribieron en los registros civiles”, lo que significaba de hecho “eliminar legalmente la defunción de esas personas”. Según sus datos, en Sevilla asesinaron a 2.901 personas entre el 18 de julio y el 31 de diciembre de 1936, de los que sólo fueron inscritos en el registro civil 97.

Es la principal razón de ser de todoslosnombres.org; sacar a todas esas personas del anonimato. El historiador también colabora en la web para el caso de Sevilla. Todos los correos que llegan sobre gente de la provincia se los pasan a él. “Ya he contestado a más de 800 personas que están buscando datos”, confiesa. Uno de ellos es el que envió a Nélida y Pilar adjuntándoles el acta de levantamiento de los cadáveres y el de enterramiento de los mineros de La Pañoleta.

Pero exhumar los restos de un desaparecido no es cosa fácil. No consiste en localizar la fosa y ponerse a excavar hasta dar con ellos, sin más. Cecilio Gordillo explica que un proceso de exhumación “puede durar años”. Son varios los factores que inciden en este aspecto: el tipo de fosa, si está o no dentro del cementerio, quién gobierna en el ayuntamiento, si se disponen o no de recursos, y que quienes allí están sean dos, cinco o dos mil. “Nunca se sabe de antemano”.

La mayoría de las exhumaciones practicadas en España se efectuaron, según José María García Márquez, “entre 1977 y 1982”. Fueron llevadas a cabo por los Ayuntamientos, porque “la gente sabía dónde se encontraba la fosa común, estaban vivos casi todos los familiares, y se sacaban”.

Es lo que ocurrió con un tío de Cecilio Gordillo en Medina de las Torres, Badajoz. Lo fusiló la Columna de la Muerte, que iba de camino a la capital de la provincia. El Ayuntamiento, gobernado entonces por el PSOE, ordenó construir un mausoleo a las dos personas encargadas de hacer las lápidas. Cuando le presupuestaron lo que costaría la construcción, el Ayuntamiento les comunicó que “ésa sería su aportación si querían seguir trabajando con el consistorio”. Y así se construyó la lápida en la que reza “Aquí yacen los restos de los fusilados por los fascistas y la Junta Rectora de la Guerra Civil española”. El propio Gordillo confiesa que él no se lo creyó en su día y tuvo que “ir al pueblo para verlo y comprobarlo”.

Intentar rescatar los restos de un familiar enterrado en una fosa común se ha ido complicando con el paso del tiempo hasta convertirse en una odisea de trabas burocráticas y legales que desembocan en el desconcierto de quienes, como Juan José López, se proponen esta tarea. De su abuelo sólo conoce que es una de las 4.000 personas enterradas en las cinco fosas documentadas hasta ahora en el cementerio de Sevilla. Juan José explica que “estamos un poco perdidos” a causa de la cantidad de personas y fosas, por lo que supone que “técnicamente será muy complicado, porque con todas las trabas que se plantean para exhumar una fosa con pocas personas, en un caso como éste será muy difícil”.

Francisco González tampoco ha cejado en su empeño de años por encontrar el cuerpo de su padre y honrar a sus paisanos que fueron víctimas de la represión franquista. Hace años, comenzó a elaborar un listado con todos los fusilados de Santiponce como forma de documentar las víctimas, setenta en total, afirma. “Desde que murió Franco me lié a luchar en el pueblo con todos los alcaldes”, relata sentado en un banco, frente al monumento a los represaliados de Santiponce, fruto de esa pugna incansable.

Por más que ha movido cielo y tierra para alcanzar su propósito, no ha conseguido más que eso. De la época de la Transición cuenta que “a las viudas les daban medio millón de pesetas nada más si sabían dónde estaba su marido y firmaban que era fallecido de la guerra”, lo que suponía renunciar a la exhumación de los cadáveres de las fosas, puesto que el estatus oficial de esas personas cambiaba de desaparecidos al de difuntos.

Se queja de la poca ayuda que ha recibido de las instituciones. Con un deje ronco en la voz, como un amargor que se le atraviesa en la garganta, habla de “un alcalde al que le mataron a su padre, y estaban los tres criminales en el pueblo todavía, y se fueron y no tuvo cojones de llamarlos” para que les aclararan dónde estaban enterrados los fusilados.

Luchar por la exhumación de su padre también se ha convertido en un calvario. Admite haber ido “muchas veces” al cementerio del pueblo vecino de Castilleja de Guzmán, pero aún se pregunta “dónde está la fosa, si no se sabe nada”. Lamenta que el Ayuntamiento “ha arreglado el cementerio y ha tapado la fosa, como ha pasado aquí”, y no deja de preguntar, como quien implora al cielo una respuesta que nunca llega. “¿Para qué vamos a hacer nada? Si el de Guzmán es otro alcalde que tiene en la cabeza lo que tienen todos. El socialismo no quiere saber nada de esto. El mismo Felipe no ha hecho nada por esto”.

El desánimo de Francisco es el mismo de muchas otras familias a las que se les sigue negando el derecho a recuperar a los suyos, igual que hace más de setenta años. “¿Cómo tenemos nosotros, los hijos de los matados, ganas de política? Los que lo hemos pasado estamos muy quemados, no nos fiamos de nadie. ¡No tenemos ganas de nada!”. Siete décadas de penurias, de destierro en su propio pueblo, de estar “llenos de piojos y descalzos todo el mundo; eso no ha sido para contarlo, eso ha sido para pasarlo”.

Sólo los perros esconden los huesos



José María García Márquez explica que el silencio que pesa sobre las víctimas y los verdugos es el resultado de que “muchas miles de personas colaboraron con la dictadura a muchos niveles” y formaron parte de la estructura del régimen hasta que murió Franco, entre ellos “todos los que fueron a testificar en los consejos de guerra”. Decenas de abogados, jueces y fiscales “participando en el juego de los consejos de guerra sumarísimos”, porque quien no lo hizo “tuvo que exiliarse o murió”.

Una dura batalla, la de la memoria, que en su opinión “ganó Franco”, porque “fueron 40 años de dictadura en que se sepultaron las cuestiones fundamentales, se murió la generación clave y se ancló en el acervo cultural de este país una visión de la guerra basada en tópicos, en manipulaciones generadas desde la propia dictadura”.

Su mayor reproche no es, sin embargo, contra las autoridades, sino contra una población civil pasiva y resignada que permite que en una fosa común como la del cementerio de Sevilla, con un mínimo de 3.484 personas asesinadas, no luzca ni una sola flor. “Yo he cogido una de la tumba de al lado y la he puesto encima del monolito, y he vuelto a los tres meses y estaba la misma flor seca”.

Frente a quienes intentan ocultar la envergadura del drama imponiendo “un lenguaje falso”, el historiador defiende que no se trata de una cuestión de venganza y sí de justicia y reparación. Porque la justicia “no caduca, no tiene fecha y siempre hace falta” y la reparación “forma parte de la justicia misma”.

Tampoco es un intento de volver a escribir la historia y ganar una guerra setenta años después. Las fuentes en las que se han documentado han sido las que los propios verdugos proporcionaron, “sus informes policiales, los informes de los jueces militares y de sus consejos de guerra y sus actas militares. Ahí están las pruebas”. “Esto es una cuestión de sinvergüenzas y de decencia” concluye, pues “solamente los perros esconden los huesos”.

Rastreando el hálito de diecisiete flores


“A veces no nos podemos hacer una idea real de lo que han sufrido estas personas. Es muy duro ver morir a sus padres, a sus hermanos, a sus familiares, estar estigmatizados toda su vida y no poder hablar de sus familiares desaparecidos o asesinados. Llegar al momento de cumplir un sueño es una cosa maravillosa y muy bonita”.

Un cigarro baila entre las palabras que nacen despacio, como un hálito suave, en los labios de Juan Luis Castro, director de la intervención arqueológica en la fosa de las 17 mujeres de Guillena. Habla en tono quedo, casi en voz baja, recostado sobre un banco de la Alameda de Hércules, antaño epicentro de revueltas y fusilamientos y hoy repleta de niños, parejas y gente que disfruta de los primeros días de marzo con jolgorio y sin preocupaciones.

Hace algo más de dos semanas que el equipo de arqueólogos que dirige Juan Luis encontró lo que llevaban buscando casi un año: indicios de la situación exacta, “con un 95% de probabilidades”, de la fosa común de las 17 mujeres de Guillena. Los nichos construidos sobre la fosa han presentado numerosas dificultades para realizar catas con comodidad, “de manera que estuvimos trabajando allí durante varios meses” en los que han podido hallar “una cosa importante en los cementerios andaluces” y que habitualmente nadie documenta: “enterramientos de niños de los años del hambre, muchos, unos 25”.

Finalmente, en octubre de 2010, se plantearon utilizar una nueva técnica experimental en la identificación de fosas comunes: la geoarqueología, “una serie de perforaciones con sondas de pequeño diámetro que permiten hacer sondeos verticales y oblicuos”. De esta manera, relata Juan Luis dando una lenta calada a su cigarro, “dimos con la tecla” cuando encontraron “suelas de alpargatas, huesos de tobillos y cráneos” en varias tandas y también “muchos casquillos de Mauser y Carcano”, armas usadas por los sublevados. Les llamó la atención que los cadáveres “no estaban dispuestos como un enterramiento habitual” y descubrieron que “eran mujeres porque se trataba de alpargatas de mujer y por las pelvis”.

Buena parte del éxito de esta empresa arqueológica ha recaído en que “la Junta de Andalucía, desde el Comisariado para la Memoria Histórica, nos ha ayudado en todo lo que se le ha solicitado”. En el caso de la fosa de Gerena, además de encargarse de “corroborar que habíamos encontrado a las mujeres”, la Administración autonómica colaboró con el equipo de arqueólogos mediante “una ayuda financiera para la exhumación”, aunque Juan Luis reconoce que “el Ayuntamiento de Gerena también nos ha ayudado bastante”.

El “problema” de la recuperación de los familiares, sin embargo, “no está en lo que nos ayudan, sino en aquello en lo que no lo hacen”. La Ley de Memoria Histórica aprobada en 2007 “no obliga a los ayuntamientos” ni a otras administraciones a colaborar en la búsqueda de desaparecidos, que en España se cuentan “entre 90.000 y 125.000”. Estas cifras convierten a nuestro país en “el segundo con más desaparecidos tras Camboya” y adquieren un tono lejano a la frialdad habitual de los números, cuando se tiene en cuenta la lucha de los familiares por rescatar a su gente de ese limbo de tierra y olvido.

Juan Luis tampoco pasa por alto otro importante inconveniente, que “no se investiguen judicialmente todos estos delitos de lesa humanidad”, con los que, “desde que se cometieron en 1936, el Estado español está vulnerando el derecho de los ciudadanos a encontrar a sus familiares desaparecidos”. Aún hoy “siguen vulnerándose los derechos fundamentales de verdad, justicia y reparación que tienen los familiares”, porque “la tortura, el asesinato y la desaparición forzosa no prescriben, y así lo dice la Ley Internacional de Derechos Humanos, y hasta que España no reconozca eso aquí habrá un déficit democrático muy serio”.

“Rescatar un nombre, el mero hecho de pronunciarlo, es devolver a la vida, aunque sea momentáneamente, a una víctima o a un verdugo”. La de los nombres es la fuerza que mueve o estanca en el fango de los años las historias verdaderas de cuanto aconteció hace más de siete décadas. Por eso se pregunta “qué tontería es ésa de declarar ilegítimos y no ilegales los juicios” del franquismo, y se responde a sí mismo con celeridad, porque “si los declaras ilegales los tienes que investigar, y a las familias tienes que indemnizarlas”.

El arqueólogo entiende que “no se pueden hacer culpables ni herederos a los hijos y nietos de los verdugos”, aunque aboga por que haya “una condena moral, precisamente para que se escriba una historia objetiva y que la gente sepa qué ocurrió”. Defiende que “en España nunca va a haber reconciliación mientras no haya justicia y una condena a los asesinos y al franquismo, y mientras el Estado no se acoja a la Ley Internacional de Derechos Humanos”.

A pesar de tantas dificultades, trabas y afrentas legales y morales, “el ánimo de los familiares de las víctimas es impresionante” tras el hallazgo de las mujeres de Guillena. “Ten en cuenta”, dice, “que normalmente los familiares quieren los restos, y cuando descubren que los pueden tener es cuando se vuelven locos, porque muchos no pensaron ni en sus mejores sueños que iban a rescatar a sus familiares, y entonces se percatan de que es real”.

Apartar el polvo de las fosas y arrojar luz sobre el recuerdo sepultado por la tierra de décadas es ese sueño maravilloso del que habla Juan Luis: el de despertar del silencio un nombre largo tiempo pronunciado y por fin despojado de la pátina del olvido.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Impresionante y magistral. Excelente trabajo, compañeros. Enhorabuena.
Dan

Gregorio Verdugo dijo...

Dan: muchas gracias. Ha costado tiempo y sudor, pero ha merecido la pena. A mí particularmente me ha hecho crecer como persona.

Pilar dijo...

Es un relato impresionante y a la vez hermoso. Confío que este trabajo como el de otros, va a ayudarnos a muchos de nosotros a poder recuperar, algun día, los restos de nuestros familiares. Dios los bendiga. Pilar

Gregorio Verdugo dijo...

Pilar: muchas gracias a vosotras, por todo, y espero que consigáis vuestro objetivo sin mayor problema.